Sabe a marinero la luz de la mañana. Aún no han despertado las gaviotas. Una bruma de paz abraza a Luanco. Llega el coche de línea con nosotros y con muchas mujeres de los pueblos vecinos que trabajan, de sol a sol, entre espinas, bonitos y latas, en la fábrica. Alguna va dormida. La cabeza apoyada en el cristal. Otras hablan del mundo y de la vida, de las tareas domésticas que ya dejaron hechas y lo dura que se hace una jornada. De vez en vez nos miran y aconsejan que no desperdiciemos esta edad tan hermosa e irrepetible, que estudiemos, que aprovechemos mucho la ocasión que nos brindan. Que en un futuro bien daremos las gracias. Es invierno. Se quejan del besugo y del chicharro. De lo escasa que fue la costera de ayer. De las piezas tan ‘ruinas’ de la actual temporada.
Nos apeamos todos en el mismo destino. Ellas van con sus bolsas, su fiambrera y su aguante a sus puestos de a diario. Nosotros con los libros y nuestra adolescencia a nuestra lección diaria. Los árboles del parque dejan caer sus hojas. Presiento pesadumbre en los ocres que crujen cuando piso. Hay trajín en la calle y cerca de La Plaza. Campesinas de Bustio que arriban caminando, de Balbín, de San Jorge, de Antromero y Montán y Santolaya. Carros que van y vienen con leche y hortalizas y huevos recién puestos. Vendedoras con ‘paxos’ y palometas frescas. Baldes con crisantemos, caléndulas y dalias. Preparan los espacios y colocan las berzas, los ajos, las mantecas. Hay vocerío y vida. Y vaho de café y humo de tabaco. Hay higos muy maduros y ‘boroña’ y castañas. Hay coches y cantinas, carniceros, furgones, camionetas. La conservera llama con su sirena aguda. Las pescaderas gritan la variedad que portan. Parece una gran urbe temprano de mañana.
Luanco siempre amanece con maternal aroma a marañuela y pan. Cada rincón desprende su matinal esencia, su tradición atávica. Huele a horno y a roca. A cirio y a pedrero. Huele a nasa y a nudo. A economato y cisco. Huele a balcón y a malla. A palangre y a coro. A ultramarinos y ola. Huele a nordeste y náutica. Me gusta La Ribera con sus bancos de ocle en la orilla varados. Y esta brisa de otoño tan gélida y salada. Es hermosa la villa asomada y dormida, como añorando siempre su vocación de playa.
© Aurelio González Ovies
(La Nueva España 19-11-2014)