El mundo podía acabarse casi todos los días, a cada paso dado, por cualquier contratiempo. Si la mar levantaba las crestas de su cólera y las olas llegaban al borde de la tierra. Si el temporal rugía como un monstruo terrible y doblaba los árboles hasta barrer el suelo. Si la ira de la noche golpeaba los portones y rompía cristales y derribaba vigas y levantaba tejas. Si estallaba en los truenos la furia de los dioses y los rayos prendían el cielo con su brillo. Si caían, fugaces, demasiadas estrellas, si cruzaban aviones y dividían el cielo con su estela de gas, el mundo estaba a punto de terminar su ciclo, de destruir sus ámbitos, de aniquilar su esfera.
En todos los vestigios sospechaban las fauces de la muerte: en el perro que aullaba y enlutaba el augurio. En el búho agorero que ululaba y traía una agonía certera. En el cuervo sombrío que graznaba en la tarde y predecía un entierro. En los falsos avisos y en la luz repentina que inflamaba las cuadras. Todos eran presencia ineludible: la nube portentosa que barruntaba ruina; el eclipse del sol que suponía catástrofe. Y el velo que vestían las mariposas negras. Todos eran legado de infortunio y desdicha: la pega perniciosa que chirriaba y preveía enfermedad y lloros, el resplandor extraño que alumbraba en el fondo de un pantano y el campanario hundido que tañía a destiempo a los desamparados de su aldea; el espectro que a veces dormía en los desvanes, la vela decaída que ahumaba y crepitaba, el sueño que soñabas con sangre y dientes rotos. Todos eran noticia de tragedia.
Todos eran heraldos del diablo y sus ámbitos: los caballos albinos que aparecían de pronto en una carretera, la estantigua que huía, andrajosa, en silencio, la persona deforme que miraba torcido, el can del camposanto que se había escapado y se ponía a la entrada como algo nunca visto que arrastraba cadenas, el nogal peligroso que atraía los males, la casa endemoniada en la que nadie entraba desde años atrás, la mujer sola y áspera que curaba el amor y repetía conjuros y maldecía retratos y engendraba epidemias.
Todos eran (son) seña de un final tétrico y funesto: la rara gallina que canta imitando el canto del gallo, el becerro horrendo que nace sin piel y cuatro cabezas, el gato, el granizo, el lagarto, el hombre, el buen clima, el cálido, el calor de enero, el verdor de octubre o la opacidad de la primavera…
© Aurelio González Ovies
(La Nueva España, 04-02-2015)