PARA MARÍA GARCÍA ESPERÓN. MADRID 19-5-2015
A María le debe la Antigüedad un mito,
una ensenada próxima a la palabra tiempo
y el laurel más frondoso del silencio de Ítaca.
De María fabrican en Fenicia fragancias
y le han puesto su acento a los mejores vinos.
A María le ofrendan las estatuas su estima
y, al escucharla, forman un esplendente séquito
por su cadencia urdida con vocales marinas
y tinte del instante más puro y más intenso.
Por su voz invasiva como un bancal de niebla.
Por su arraigo de olivo en las antiguas fábulas.
Por su pasión tan cóncava como un palacio inmenso.
A María le debe Virgilio unas proezas. Y Roma unas lucernas
y unos mansos corceles
y Alejandría epítomes donde prendan papiros en la humedad
del verso. Y Tiro velos tenues tejidos con la estela
de trirremes y naves. Y Micenas dos tardes de siroco y crepúsculo
por los brazos de Homero.
A María le gustan las diosas que se peinan en el humano espejo
de la aurora
y añoran la textura del agua y la resina.
Las diosas que recuerdan su casa y su pasado,
sus ocas vivarachas, sus matas de romero
y el retorno tranquilo de los bueyes rendidos
y el olor de los lienzos batidos por la brisa
y el romper de las olas sobre las escarpadas riberas de Cartago
y las manos de un padre veraz y consejero.
Le entusiasman las diosas que piensan con temor la muerte inexorable
de sus seres amados
y ambicionan la púrpura de los días comunes,
los almuerzos que bullen en las humildes redes,
los hermanos que aguardan con el pan en la mesa.
Diosas desengañadas, anónimas y esbeltas como el ciprés de Jonia.
Diosas de carne y hueso.
A María le hechizan los dioses que sonríen y sueñan con sembrados
de paz y espantapájaros, con los antepasados
que les forjan sandalias bajo una higuera anchísima,
y los fieles muchachos con los que recorrieron su infancia
luminosa.
Los dioses que aún lloran, sin pudor ni desmérito, al mirar las estrellas
bajo una noche vasta
de verano y chicharras
y se encuentran tan solos que darían su reino a cambio de un abrazo
o de una hora de vida verdadera.
Los dioses que quisieran asomarse a los puertos y empaparse en la plata
de los peces muy frescos.
Los dioses que a menudo, sin reverencia alguna, visitan las tabernas
y narran su rutina sobre un mármol tallado o el hombro de un paisano
con quien toman un trago.
Le atraen las heroínas que caminan descalzas y sienten en sus pies
el calor de la arena que pisa el pescador o la esposa bendita
que recolecta algas y finas caracolas. Las que tatúan su carne
la efusión que lleva
a cruzar los océanos por el amor de un día y un tacto para siempre.
A ella le fascinan los héroes que pierden un feudo y una gloria
para ganar un beso.
Las verdades perpetuas, los épicos mensajes
de un hexámetro en flor;
le inflaman los dialectos que desprenden salud,
los príncipes que vuelven a su pueblo y su ayas.
(Por todo ello, María, gracias desde los clásicos
y desde aquí y ahora.
Gracias por acercarnos a estos mapas lejanos
y a estos nombres tenaces.
Gracias porque ellos viven
a través de tus cantos y de tus letanías
y de estar menos muertos).
© Aurelio González Ovies