Cómo se echa de menos la luz de la inocencia. Quién pudiera ser solo un poco de lo sido, el niño que saluda y dice adiós, nervioso, al autocar de línea, el que intenta agarrar las bolas de mercurio, el que llora a escondidas porque teme la guerra, el que sube a los árboles creyendo que son sueños, el que escucha la mar y admira su paciencia. Aquel que se manchaba al comer los helados y caía a menudo al correr muy deprisa y rajaba las piernas con espinas y zarzas y se hacía bigotes con pelo de maíz y armaba paraísos en cualquier cobertizo y charlaba con grillos, gusanos y libélulas.
Ser de nuevo el muchacho que se sentía feliz, defendido y seguro, en las noches más frías del entonces invierno, entre cuatro paredes, desconchadas y húmedas, sin traída de agua ni teléfono ni hambre ni ambición ni nevera. Aquel que casi siempre sonreía y hablaba con todo el que pasaba y recorría el mundo (el mundo era su pueblo), silbando, en bicicleta. El mismo que lloraba la muerte de los perros y no mataba hormigas ni erizos ni mosquitos y enterraba gallinas y calandrias y colocaba encima una cruz de salguera.
Ese mismo, el que cruza por mi memoria tanto en las horas de julio, y regresa moreno, con sal sobre la piel y sol en la visera. El que fuma a escondidas y mastica laurel y hojas de eucalipto para que no sospechen lo que en casa sospechan. El que desde muy pronto, cuando al atardecer regresaban, pausadas, las chalupas, intuía lo efímero e intenso de la inmensa belleza. Ese, ese que se entretiene capturando quisquillas y ‘pisiapos’ en las pozas y cogiendo los cristales rodados por las olas y escribiendo esperanzas huidizas en la arena.
O ser tal vez aquel que nunca fui, aquel que siempre supo decir no, aquel que solamente piensa en él y oculta su vacío en brillo y apariencia. El que jamás vuelve la vista atrás y se arrepiente ni aprende de su propia trayectoria ni considera apenas la magnitud palpable tanto de su ignorancia como de su humana inconsistencia. Sin duda alguna, quedo con aquel conocido, poca cosa, que sufre cuando pisan caracoles y erige un campamento debajo de la mesa o las viejas banquetas. Con aquel que rezaba para que no murieran en la vida sus padres ni partieran los rayos el techo de su cuadra ni hubiera más diluvios ni dolieran tantísimo las muelas.
(La Nueva España, 14-10-2017)