Por Jorge de Arco
Con su habitual esmero, el Fondo de Cultura Económica reedita “Vengo del norte”, poemario con el que Aurelio González Ovies obtuviera un accésit del “Adonáis” en 1992. Era éste, entonces, su cuarto libro, tras haber obtenido con los tres anteriores los premios “Ángel González” (1990), “”Ateneo-Jovellanos” (1991) y “Juan Ramón Jiménez”.
Veinticinco años después, se brinda la ocasión de reencontrarse con una obra que sorprende por su vigencia, reivindicadora de una búsqueda permanente del yo lirico y anhelante de un sobrio intimismo comunicativo. Estos versos apuestan por una persuasiva tensión que deviene en creativa libertad, desde la cual surge una esencia íntima que susurra al oído la inminencia de cuanto se ha vivido y resta por vivir:
Vengo del norte,
de donde la tristeza tiene forma de alga,
de donde los siglos son muy anfibios todavía,
de donde las grosellas son un veneno puro,
para beber un trago cada noche.
(…)
Quiero vallar aquí la eternidad para
[todos los míos.
En su prólogo titulado “La palabra”, Francisco Álvarez Velasco anota que en este volumen están “los temas y motivos que el autor asturiano nunca ha abandonado: la memoria impregnada de melancolía, el doloroso sentir de que el tiempo huye (…), el amor a la naturaleza y a los que le rodean y lo ayudan a hacerse como hombre y como poeta”.
Y, en verdad, al recorrer estas páginas plenas de humanismo y de realidad, se atisban esas claves señaladas al par de la vivísima intuición lírica de la que hace gala González Ovies. La existencia se presenta como una espacio de remembranza que es, a su vez, permanencia y mudanza. Junto a éstas, queda el fulgor de las deshoras que estuvieron muy próximas y, ahora, aguardan el mañana:
Vengo del norte,
de donde las sirenas siguen llamando a Ulises,
de donde los recuerdos se borran con la lluvia,
de donde los destinos se reman con los brazos
muy abiertos.
Ella viene conmigo,
para daros a luz una provincia de perfumes.
Ella trae las cenizas del gélido nordeste.
Vengo del norte,
a encender las luciérnagas de vuestra soledad,
a tatuaros la piel con el rumor de los enjambres.
Una declaración de intenciones, al cabo, que sitúa al lector ante una verdad que nace como relato de un viaje interior. El poeta se asoma al universo que lo rodea con los ojos, con los oídos y con el tacto. Su verbo, ungido de soledades, dialoga con lo pretérito y lo venidero, y por ende, se esfuerza por hallar en los paisajes del ayer el rumbo preciso para afrontar su mortal condición.
“Estas son las tierras honradas de Aurelio González Ovies, siglos de signos grabados sobre el barro emocional de la cultura y las rocas de la decencia que todavía cimentan la cabañuelas y el faro del lenguaje”, escribe Juan Carlos Mestre en su precisa introducción, “El lugar”.
Y, éstas, son también, las imágenes cromáticas que se dan cita en este hermoso poemario, en el cual conjugan con exactitud el vitalismo y la derrota, el esplendor y la calma, las promesas y los adioses, la dicha y las lagrimas.
Poesía, en suma, que respira desde el corazón y que hace de su verso emocionada llama que no quisiera ser pavesa nunca:
Soy recuerdo y soy faro,
y soy costa que espera vuestros ágiles remos,
vuestro asomo de muelle, vuestra mirada libre.
(…) Es muy fácil soñar lo que nunca seremos,
lo que, a pesar de todo, hemos perdido.
muy abiertos.
Ella viene conmigo,
para daros a luz una provincia de perfumes.
Ella trae las cenizas del gélido nordeste.
Vengo del norte,
a encender las luciérnagas de vuestra soledad,
a tatuaros la piel con el rumor de los enjambres.
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