AL NORTE DEL NORTE
- Aurelio González Ovies
- hace 12 minutos
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Conozco y transité trayectos, atajos y caleyas que en este acertado volumen se recorren, los puntos y las direcciones intercardinales del territorio que aquí se acota y estudia. Bañugues… Me sabía de memoria los nombres de las sebes, prados y pomaradas; la orientación de sus viviendas, las vistas desde los corredores, la historia de sus antepasados. Cierro los ojos y aún puedo reconstruir el Bañugues de mi pasado, las imágenes de una localidad muy al norte del norte, asomado a la mar, con caminos de tierra y casas humildes y hospitalarias. Con prósperas caserías y antojanas amplias y hórreos en los que se colgaban las ristras del maíz: ca’l Zamarru y Tanislao, ca Casimira y Xuanderes, ca José Pepa y Xuandiz, ca Armonía y ca’l Pinto y ca Juaco, ca l’Alcalde, ca Barrosa…
Percibo como muy mío el olor de las cuadras y el vaho que desprendía el cucho y el orín. Mi pasado se mezcla con la luz del domingo y el efluvio del pote y el de los garbanzos que borbotean en todas las cocinas. Conozco y respiré, a diario, todos aquellos aromas, riqueza en rama. Hablo de aquel Bañugues tan ricamente pobre como pobremente rico, con un salón de baile y cine, con practicante y modista, panadería y estanco y barbero y peluqueras, pescaderos, pescadería, y tiendas de ultramarinos y una mina que acarreaba riqueza, por cable, en cangilones, y cerraba sus pozos cuando yo era muy pequeño, pero que sigue sangrando en las aguas de Llumeres, donde se oía sin cesar el rechinar de aquel güinche que remolcaba las lanchas y el de la vieja grijera que subía en un oxidado caldero guijarros de la ensenada del Requexu.
Viví las costumbres y escuché las leyendas. El volumen vibrante de la oralidad. Los romances que mi tío Francisco recitaba de memoria. Compartí las creencias que la imaginación propaga en las aldeas. Creí en sus personajes, etéreos y fantásticos. Participé, de niño, en jornadas que nunca olvidaré. El día de la matanza y el chirriar temprano y ensordecedor del animal expuesto. Las noches de esfoyaza y diversión y el miedo que infundían las historias de muertos y desaparecidos que los mayores contaban. El temor a la curuxa, a los cuervos y al aullido de los perros. La procesión del Carmen, las velas y los cirios. Los ruegos, de rodillas, ante la hermosa Virgen.
Hoy tañen todavía como eternas campanas el eco del cabruño mañanero, el mugir de las vacas y el rodar de los carros. Y el grito de Marcelo, que repartía el pan, con mula y caravana, desde la panadería de Julia y Angelín. La hora del lechero que cruza recogiendo los bidones repletos. Bañugues, cuántos gratos recuerdos. La voz de la sirena, desde Peñas, cuando entraba la niebla. El faro, como un cíclope, girando, noche a noche. El viento y las galernas. La desdicha. El naufragio. Conocí a muchos marineros, que pasaban con bistoncia y nasas y aparejos. Y los que reparaban las redes en la rambla y nos daban turulles, centollas y quisquillas y nos galardonaban con estrellas de mar. A Servando Montero, que curaba dolores y arreglaba los huesos. A José el del Rechón, a José Antonio, a Belarmo –qué buen amigo–, a Gabriel el de Pintes, que nos llevaba en tractor desde la playa, a los Minutos, a Fructoso Venancio, a Mael de Xuanón, a los de La Ribera y Cerín y El Llugar y a tantos otros muchos con la sal y el sudor tatuados en la piel desgastada. Todos magos, capitanes, contramaestres y espejo de una niñez que no cambiaría por ninguna otra ruta ni otro mejor paraje. Guías que nos iniciaron en los poderes de la luna, la inmensidad del firmamento y la brújula de las constelaciones; y en la magnitud de las mareas, en los misterios de las profundidades y en llegar a puerto y en pisar tierra firme.
Y hablo de aquellas heroínas tan bien retratadas –y por completo– en las monografías de Lucía Fandos Rodríguez y que, como pilares imbatibles, soportaron la carga de una existencia llena de esfuerzo y sufrimiento, penuria y conformismo. Mujeres entibadoras y lavanderas, nobles y protectoras, solícitas y fuertes, nervio puro, pura vida. Las del mandilón de alivio, las del luto permanente, del campo y el hogar, de la pesca y la huerta, de la escoba y el hacha, de brío y de tesón. Covadonga, Prima, Armanda, Engracia, Amable, Consuelo, Lola, Fermina, Salud, y María Esteban y Sara. Las de botas de goma y gancho en mano y truel y paxa. Nada, ni la miseria misma, ni nadie que les hiciera frente ni cogiendo andaricas ni calando a los panchos ni al ocle o a les aleznes, al cisco o a vocear, de puerta en puerta, el nombre de los pescados frescos. Patronas de cuanto se pusiera por delante: de segar por las veras, de cargar mineral en burros y vagones, de vender en la plaza de abastos hortalizas, flores y demás viandas; de atender el fuego y la comida, de planchar y zurcir, de faenar en las fábricas de sol a sol. Dueñas y señoras de los pedreos. Como la mar de bravas y femeninas, de enérgicas y calmas. Espléndidas como una veta madre, inagotables como las galerías de la fertilidad.
Gracias por siempre a ellas y a ellos, transmisores de nuestras tradiciones y de la cultura de las zonas rurales, desprotegidas y solas. Fueron quienes nos mantuvieron al tanto de fiestas y celebraciones, de recetas y conocimientos sobre lo que nos rodeaba (pájaros, plantas, nubes, estaciones, chubascos…). Y gracias, ante todo, porque, con su gran saber poco –mientras descaxinaban los arbeyos, tejían, vareaban la lana de colchones o descañaban las ramas de eucalipto–, nos educaron en el respeto por la naturaleza y en el sacrificio, en la ayuda mutua y en el auxilio constante, en el cuidado de lo que nos pertenece y en la comunidad, en el más amplio sentido de la palabra.
Y mi más sincero reconocimiento a las maestras y maestros que nos condujeron por los renglones y raíles básicos y primarios, desde nuestros primeros pasos –Esther, Elisa, Milagros, Cobas, María José, Flor, Ana, Manuel Antonio– y, a través de unos corroídos mapamundis y una esfera marchita, nos inculcaron mesura, responsabilidad, perseverancia y honradez.
Cuantas menciono y cuantos debería rememorar fueron los pegollos de Bañugues, el Bañugues de entonces, yacimiento sin fin, parroquia rodeada de verdes maizales y extensiones de fabas y patatas. Tendejones e higueras y saúcos sagrados y altas varas de hierba a lo largo y lo ancho de todos los veranos. Tierra de suelo fecundo, de arados y labradores, de ballico, abundancia y entidad. Rincón colmado de encanto desde Balbín al Monte, desde El Monte hasta Biforcos, desde el Campo Bartuelo al Llugar y a La Quintana. No queda tanto, pero aún pervive mucho, gracias al empeño y la propuesta de personas que se asocian y trabajan, con orgullo y muy desinteresadamente, por un objetivo común y para que nada muera del todo, para que el patrimonio, como un viejo molino o una panera antigua, jamás se desmorone. Sea este uno de los muchos proyectos por venir, que ayuden a preservar la memoria, la historia y las raíces de nuestra genealogía, una considerable heredad.
Fuente: La Nueva España, 28-04-2025.
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