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Estoy aquí y percibo
la grandeza del día

VUELTA AL COLE

Agosto terminaba. Y un curso intenso -qué lento el tiempo entonces- nos esperaba a todos los de la misma quinta. Nada necesitábamos más que mucha ilusión por volver a la escuela y encontrarnos de nuevo, si bien en el verano nos veíamos en romerías, caminos y en la playa. Requerían muy poco los maestros. Precisaba muy poco la completa enseñanza. Con una compra en Luanco, con un viaje a Avilés, mis padres remataban la lista con los bártulos, pues los libros, los escasos manuales que pidieron más tarde, se heredaban.


Como todo lo de esos años de antes, las carteras duraban y duraban. Y en ellas nos cabían la enciclopedia, el blog, la libreta y los bolis y el estuche y canicas y el bocadillo y fruta y el pincho de jugar y clavar en el suelo y un pañuelo y castañas. Y no había mucho más. No exigían mucho más, ni los planes de estudios ni ministerio alguno ni mercados en alza. Con eso redactábamos, leíamos, hacíamos dictados, sumábamos, restábamos y aprendíamos los ríos, las capitales y versos de memorias y batallas. Con eso nos sobró para formarnos y saber cuándo dar los buenos días o picar a la puerta para pedir permiso o decir hasta luego si alguien se marchaba. Con eso y otras normas de respeto y decencia, de mucha transcendencia, por más que parecieran de muy andar por casa.


En el estuche, de una cremallera -que los de dos tardaron en llegar-: un lápiz de carbón y doce de colores, sacapuntas, compás, regla y escuadra. Y cartabón y lupa y aquel transportador de ángulos que nunca, jamás utilicé ni me dijeron cómo se utilizaba. Y una goma, la goma de Milán, cuadrada y manejable, que comíamos, a veces, sin conocer aún las que después sacaron con esencia de nata. Comer, por comer se comían las picas de los lápices y los lápices mismos, por la parte de arriba.


Últimos días de agosto. Primeros de septiembre. Deseos de husmear la tiza y el otoño. Recuerdo aún el nombre de aquellas librerías que olían a tiza página. La Esperanza, Librería Galán, Librería Cruz y Raya, Librería La Atalaya. Olían como los meses de más recogimiento, como a leña y cocina y a mano de mi madre guiando mis dos dedos y mi ortografía por la estrecha vereda de los cuadernos Rubio de dos rayas. Olía bienestar, a atlas y a carbón, a esas cuatro reglas que, hoy, resumiría en cariño, entereza, voluntad y esperanza. Familia y enseñanza.


(La Nueva España, 28-08-19)

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