Y si fuera posible, por un momento solo, volver a oler los prados con la hierba cortada, volver a aquella paz que inundaba mi pueblo en el verano entero, cuando nada dolía ni nada remordía ni nada preocupaba. Aquella paz de entonces, la paz más verdadera, la que huele a alhelí, a tortilla francesa, la paz tan aldeana y tan definitiva que nunca ya se encuentra jamás ya nunca en nada. La paz sencilla, inmensa por sentirse dichoso con un flotador nuevo, con la ilusión de siempre por las gratas costumbres, por las limpias miradas: los amigos, las rocas, los cangrejos, la merienda sin prisas, la brisa del ocaso, el retorno tranquilo de las lanchas.
Sin prisas, sobre todo, sin algo que impidiera saborear la tarde, el caer de la luz. Sin nada que apremiara. Recuerdo tanto a Fruta, sentada en el portal, leyendo una revista mientras cocían las berzas o freían las patatas. Recuerdo tanto a Inés, con su bata de luto, regando los viveros cubiertos con retales de redes que sobraban. Recuerdo tanto a Máxima, que cantaba y lavaba y retorcía la ropa y la tendía en aquellos sanjuanes que podábamos juntos los sábados temprano de mañana.
Recuerdo, cada vez más, recuerdo más y menos vivo -el humano es así-, a José, mi José navegante, gran maestro de mundo, con sus tatuajes viejos y su pasión marchita de pirata, que me enseñó impagables verdades de la vida con mitos y con fábulas. A mi tío Manolo, que me cortaba el pelo y me reñía mucho y me hablaba de cosas que yo no comprendía y me decía que a ver cuándo me nacía barba. Y a Luis, que vaya cómo regañaba en agosto, tirando de los bueyes -él solo dirigía-, mientras todos nosotros recogíamos la cosecha, después de la comida, cuando el sol apretaba. Por recordar, recuerdo hasta lo que quisiera olvidar casi a diario: el largo sufrimiento de seres muy queridos, la muerte de mis perros, los días de hospital sin mi madre en la casa.
Recuerdo, menos de casi nada, recuerdo casi todo. Por eso quiero que el verano siga siendo una mano que posa en mí todo el cariño, todas las sensaciones hermosas de la vida, con sus aromas dulces como de fruta intacta. Que vuelva cada junio con sus carros de júbilo y sus ecos lejanos de juventud en ciernes y noches muy paganas. Que vuelva, aunque no sea más que a sembrar añoranza.
(La Nueva España, 16-07-19)
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